1 may 2010

La cultura alimentaria

Dado que el acto alimentario es un acto social, para comprender por qué se come lo que se come, debemos situarlo en el contexto donde se dan las normas y sentidos de una sociedad, porque eso es lo que hace de algunos materiales comestibles, platos de comida.

En esa transformación de la materia en plato se juegan las relaciones sociales que ligan el producto al comensal y que son decisivas a la hora de elegir si ese alimento se come o no.
Como ya explicamos, algunas sociedades encuentran deliciosos alimentos que otras aborrecen. Si los hindúes no comen carne de vaca, los judíos de cerdo o los argentinos, de perro, podemos estar seguros de que en la definición de lo que es comida interviene algo más que la composición química del producto y la fisiología de la digestión.
Ese “algo más” es la cultura alimentaria,
y para que haya cultura tiene que haber un grupo humano en el que el comensal esté integrado. Se trata de un grupo que lo antecede y que le enseña a comer, le transmite las normas acerca de cómo, con quién y, por supuesto, qué sustancias del amplio abanico de las comestibles serán llamadas comida y cuáles no. En efecto, la comida como tal no existe separada del comensal y de la sociedad concreta que la come. Para que sea alimentación verdaderamente humana, para que podamos llamarla “comida”, necesita estar en el juego de los intercambios sociales (materiales y simbólicos).

Veamos algunos ejemplos que muestran en qué un alimento es comida para algunas sociedades y no para otras.
Las larvas de insectos son comestibles, fuente de proteínas y ácidos grasos. Para algunos pueblos de zonas selváticas de América son “comida” y constituyen una parte normal de su régimen. Sin embargo, para otra gente de centros urbanos de la misma América se trata de “bichos repugnantes” que deben estar lo más lejos posible de sus platos.
Los intestinos de los vacunos son comestibles, y mientras los porteños los consideran
“comida” y se relamen ante ellos crepitando sobre el fuego, algunos asiáticos los consideran despojos, solo adecuados para servir de alimento a otros animales.
La carne vacuna es comestible, y se consume en muchos países del mundo, pero el pueblo indio actual no la considera comida, ya que está prohibida por su religión. Sin embargo, hace 3000 años, cuando la densidad demográfica hacía sustentable una economía mixta de agricultura y pastoreo, ese mismo pueblo consumía carne vacuna, y sus dioses la aceptaban en sus sacrificios, tal como lo muestran sus libros sagrados.
La sangre fluida de vaca es “comida” para los watusi, en África, lo que les parece horroroso a los españoles. Sin embargo, los mismos españoles la pueden considerar un manjar al comerla coagulada en forma de morcillas.
El pescado crudo les parecía a los porteños una asquerosidad; sin embargo, al ponerse de moda el sushi y el ceviche, lo consumen como un manjar exótico, y a precios muy altos.

En síntesis, lo que hace que los alimentos se integren o no al régimen de un grupo humano no depende exclusivamente de las características biológicas (que le dan su carácter de “comestible”) sino de las asociaciones culturales, es decir, la construcción de sentido que se ha hecho sobre ellas. Esas construcciones de sentido son dependientes de las dimensiones socioculturales que mencionábamos en el primer apartado: una serie de relaciones económicas, tecnológicas, ecológicas, simbólicas, etcétera.
Cuando un producto comestible se transforma en comida (por ejemplo, el trigo candeal en fideos) ha sido integrado al sistema categorial de la cultura, lo que lo ubica en un determinado formato de consumo.

Estos formatos que la cultura impone a los comestibles constituyen lo que conocemos como cocina y se define por cuatro elementos (Armesto, 2001).
1. Un número de alimentos seleccionados entre los comestibles que ofrece el medio (los criterios de selección están relacionados por lo general con las cantidades que se pueden producir en función de la energía que hace falta para obtenerlas y la facilidad del acceso).
2. El modo característico de preparar esos alimentos (la manera de cortarlos, asarlos, cocerlos, guisarlos, freírlos, ahumarlos, golpearlos, mezclarlos, etc., lo que se llama fondo de cocción).
3. Las formas propias de utilizar las especias y sus combinaciones (llamado fondo de especias).
4. La adopción de un conjunto de reglas de comensalidad. Por ejemplo: la manera de compartir la comida según una organización y jerarquía de edades y géneros –si los niños y mujeres comen en la mesa con los varones adultos por ejemplo–; la separación de platos de consumo diario y de prestigio; las reglas acerca de la cantidad y el número de comidas diarias; sus horarios; la cantidad y formato de los platos de cada una y si estos se presentan de manera sucesiva, como en nuestro servicio de mesa, o simultánea, como es usual en China o en Arabia.

Para todos nosotros esta “gramática” culinaria, que gobierna la articulación de los alimentos en platos de comida está tan internalizada y nos resulta tan común que no la tomamos en cuenta. Estas categorías están presentes en forma tan silenciosa que consideramos el comer como un hecho “natural”, lo que oscurece su carácter “social”. Esta oscuridad de los fenómenos sociales se produce porque pertenecemos y compartimos los sistemas de clasificación, las normas, los sentidos, la historia, etc. que le dan forma al mundo en que vivimos (eso que llamamos “nuestra realidad”). Esa pertenencia nos da la impresión de que tales normas y valores fueran inherentes al funcionamiento de las cosas. Por eso tendemos a aceptarlas, a repetirlas y a transmitirlas sin críticas ni cambios.
Dado que la identidad alimentaria nos constituye en forma silenciosa y se cristaliza en la cocina, es parte de nuestra identidad.

Cuando podemos decodificar los múltiples sentidos de un evento alimentario y compartir esos sistemas de clasificación (aquellos que hacen un alimento más adecuado para una situación que otra, o un alimento más propio de hombres que de mujeres, o más propio de clases bajas que altas, etc.) entonces, “pertenecemos” a esa cultura alimentaria. Esa pertenencia nos identifica y nos implica desde el nivel nacional hasta el familiar.

Del mismo modo, así como una identidad alimentaria marca mi pertenencia a un grupo, también me separa de todos los que no comen lo mismo o no lo comen de la misma manera y, por lo tanto, no piensan ni ven el mundo como “nosotros”. Se trata de “los otros”, ellos, los de afuera. Por eso se habla de la comida como un campo de batalla ideológico y un potente creador de diferenciación (Bourdieu, 1985).

Los primeros tiempos

Según evidencias arqueológicas, los primeros habitantes habrían ingresado a la zona pampeana hace 9.000 años. El ambiente rioplatense presentaba recursos abundantes para la subsistencia de poblaciones con distintas formas de vida.

Al oeste vivían grupos de querandíes “cazadores pescadores y recolectores, nómades, altos y belicosos” (Lafón en Alvarez y Pinotti, 2000: 114/115).
Su alimentación se basaba en lo que obtenían por medio de la caza de guanacos, ciervos de los pantanos, ñandúes, carpinchos, etc., la pesca con redes y la recolección de raíces y semillas, que molían en morteros. La caza-recolección en este hábitat los llevaba a formar bandas pequeñas y a moverse para proveerse sin sobreexplotar los recursos.
Un dato interesante que los arqueólogos suelen mencionar es que los querandíes eran altos, lo que habla indirectamente de su buena alimentación. En efecto, la talla es un rasgo dependiente de la calidad de la dieta.

En la desembocadura del río Paraná vivían diversos grupos guaraníes con una agricultura incipiente basada en el maíz y el cultivo de calabazas. Eran cazadores ribereños de aves, nutrias, carpinchos, etc., y completaban su dieta con abundante pescado, que consumían asado o secado al sol. El cultivo del maíz dejaba excedentes, lo que les permitió sostener mayor cantidad de población organizada en forma de aldeas y jefaturas.

Habitaban también la zona los chanás y timbúes, que eran cazadores, pescadores y recolectores (sobre todo de vainas de algarroba). Tal vez por influencia de los guaraníes, habrían incorporado maíz y calabazas que obtenían por cultivo hortícola (Lothrop en Tapia, 2002).

De acuerdo con las evidencias óseas recogidas por los arqueólogos, sabemos que las diferentes etnias asentadas en el área del Río de la Plata lograron regímenes equilibrados, incluso en el caso de los guaraníes, ya que el elevado consumo de maíz (que proveía de abundantes hidratos de carbono) se habría complementado con carnes rojas y pescado.
Cada grupo encontró maneras propias de explotar diferentes nichos ecológicos dentro del mismo hábitat, con distinta tecnología y distinto tipo de organización social (unos organizados en bandas, los otros en jefaturas).
Si bien todos los patrones alimentarios han sido diferentes (unos basados en el maíz, otros en la algarroba, otros en la carne de caza o la pesca) todas estas dietas precolombinas fueron nutricionalmente adecuadas.

Al arribar al Río de la Plata, en el siglo XVI, los españoles se encontraron con estos grupos.

No nos explayaremos aquí sobre la desastrosa política de don Pedro de Mendoza, que condujo a la matanza, sitio, hambre y abandono de la primitiva Buenos Aires.
Sin embargo, sí comentaremos el impacto que tuvo la conquista en las poblaciones nativas que mencionamos.
1. La violencia del conflicto armado diezmó a la población aborigen masculina.
2. Se produjo una fuerte reducción de la producción alimentaria, ya que quienes eran productores debían dejar de cazar o recolectar para tomar las armas en defensa de su grupo.
3. El paisaje se modificó a causa de las formas de apropiación de la tierra que realizaron los españoles –parcelaron para practicar la agricultura y armaron corrales para el ganado, apropiándose de las aguadas–, lo que cortó el acceso a las fuentes de recursos. En especial los cazadores recolectores perdieron el acceso a las fuentes de alimentación.
4. La introducción de nuevas especies, como el caballo y el ganado doméstico repoblaron la pampa, pero al mismo tiempo desplazaron a las especies nativas, que eran las conocidas y fuentes “seguras” de alimentación.
5. Las epidemias diezmaron a la población en general. Se calcula que un tercio de la población murió de enfermedades en los primeros 10 años del contacto.
6. El intercambio produjo mayor presión sobre venados, peces y pilíferos desequilibrando el ecosistema. Al tornarse importantes para el trueque con los españoles, estos animales comenzaron a perseguirse en forma inmoderada, a demanda de los comerciantes (o de la moda europea en el caso de las plumas y las pieles).
A la vez, este intercambio introdujo alimentos desconocidos como el azúcar refinado y el alcohol, que no aportaron beneficios desde el punto de vista nutricional, pero se volvieron moneda de trueque y dominación.

Todos estos factores produjeron un desequilibrio en los medios de subsistencia de los grupos aborígenes y una desestructuración tan fuerte y rápida en las sociedades que muy pronto fueron vencidos, repartidos y reducidos, lo que aceleró su desaparición.

Los tiempos de la dominación española

En 1580, Juan de Garay trajo 1000 caballos y 500 vacas; sin embargo, al año siguiente –entre propios y encontrados– contaba entre 80.000 y 100.000 cabezas. Efectivamente, los ricos pastizales favorecieron que el ganado se reprodujera exponencialmente, sin predadores naturales. La modificación del hábitat fue gigantesca.

Esta riqueza faunística atrajo a la llanura a otros grupos que a partir del siglo XVII fueron nombrados como pampas; sin embargo, eran tehuelches llegados desde el sur y mapuches, que arribaron desde el oeste. Todos estos grupos adoptaron el complejo ecuestre, modificando sus armas (la lanza arrojadiza se transformó en una tacuara de 2 metros, que resultó imbatible en la carga de caballería), una nueva organización política y social (se reunieron en federaciones y esclavizaron a los cautivos y cautivas). Naturalmente, al modificarse la organización social, la política y la tecnología, también se modificó la alimentación.

Así, la dieta extremadamente diversa de los cazadores-recolectores de los primeros tiempos se especializó y se compuso a partir de entonces principalmente de carne. Esto se debió a que los vacunos y caballos que estaban libres en las pampas eran, aunque silvestres (ganado cimarrón), animales domésticos relativamente mansos, por lo que resultaba sencillo cazarlos.

Por otro lado, eran de carne muy rendidora en términos de búsqueda, manejo y aporte graso, y suplantaron así la carne de guanaco y de ñandú, magros como todo animal salvaje.
Como vemos, el régimen cambia en respuesta tanto a las transformaciones del hábitat como a la tecnología (no solo las armas, también las vasijas y envases cambiaron: a medida que el caballo se constituyó en el medio de transporte y se abandonó el traslado a pie, resultaron más funcionales los recipientes de cuero que la cerámica). Del mismo modo, también el cambio en la organización social producirá modificaciones en la dieta, porque la alimentación es producto de y produce a su vez relaciones sociales.
La ciudad de Buenos Aires también se benefició de este ganado cimarrón y complementó así su magra economía (y floreciente contrabando) con las vaquerías: partidas de caza de vacunos con el objetivo de exportar su cuero y procesar su carne (esta, convertida en “cecina” –es decir fileteada y salada– se vendía a Cuba para la alimentación de los esclavos).

Durante la época de la colonia, la alimentación en Buenos Aires se caracterizó por su sencillez: se consumían productos locales apenas complementados por el intercambio entre ciudades (el vino mendocino llega a partir de 1589, por ejemplo). Recién después de la creación del Virreinato, el Reglamento de Comercio Libre permitió cierta diversificación de productos.

A partir del siglo XVIII terminaron las vaquerías, el ganado pasó a tener un dueño y se procesó en las estancias, lo que enriqueció a “los vecinos”, la clase principal de la ciudad.
Esta clase estaba formada por propietarios, estancieros, grandes comerciantes y empresarios, funcionarios, profesionales, administradores y prelados. Junto a ellos, un estrato que hoy llamaríamos “clase media” era el proveedor de servicios: pequeños comerciantes y empleados (escribientes, auxiliares de justicia, maestros) artesanos, panaderos. Había también un tercer estrato, que hoy llamaríamos “sectores populares”, formado por peones, vendedores ambulantes, libertos (esclavos liberados) y finalmente, los esclavos.

Como en toda sociedad estratificada, no todos tenían los mismos derechos, no vivían igual y no comían igual. Sin embargo, había alimentos que formaban parte de todas las dietas, pero que se consumían en diferente cantidad según el estrato social. Eran el maíz, el zapallo, la papa, las legumbres, el mate y la carne bovina.
El pan, por ejemplo, era un alimento marcador de diferencias: cuanto más negro, más pobre era el comensal… Y en la campaña, era directamente suplantado por galleta. El vino también marcaba diferencias: era una bebida de prestigio, de costo muy alto; los pobres consumían aguardiente, que era barato y se vendía en las pulperías. Entre las infusiones, el chocolate y el café distinguían a los “vecinos”, que eran quienes podían pagarlos, mientras que el mate, muy barato, era consumido por todos.

El consumo de carne cortaba transversalmente los tres estratos sociales, ya que la ventaja ecológica de criar el animal a pasto y agua se traducía en un acceso especialmente económico (combinado con una población escasa, ya que entre la ciudad de Buenos Aires y su campaña había apenas 22.000 habitantes en 1770), lo que explica la cantidad de carne consumida: unos 220 kg por persona al año a pesar de las prohibiciones del calendario cristiano (Silveira, 2005)11. Pese al alto consumo de carne, se mataban más vacunos de los que se necesitaban para satisfacer esta demanda alimentaria, ya que se destinaban a la exportación de cueros. Así, la carne se convirtió en un alimento barato que empezó a consumirse aun más que antes y fue cobrando progresiva importancia, hasta que a partir de 1812 se constituyó en la industria más rentable del puerto.

Por otro lado, Buenos Aires no tuvo la aristocracia excedentaria de las metrópolis europeas o los virreinatos de Lima o México, que permitieron el desarrollo de una “alta cocina”. Aquí no hubo una verdadera cocina diferenciada, como en otras sociedades estratificadas donde la diferencia entre pobres y ricos cristalizó en dos tipos de cocina (cocina de la corte y cocina campesina). Si bien entre los vecinos se sucedían los banquetes (públicos para la coronación o privados para el matrimonio) los platos copiaban recetas españolas con productos americanos, sin fusión ni creación local. La colonización simbólica quería una cocina simple que hoy llamaríamos “mediterránea” (cereales, aceite de oliva, vino y poca carne), pero copiada con productos locales (donde la carne dominaba sobre los cereales y el trigo, casi inexistente, era sustituido por el maíz). Así, por ejemplo, la cocina criolla recrea el “cocido” español en el “puchero”, sustituyendo los porotos por papa y maíz y aumentando el protagonismo de la carne, cuya cantidad crece en el plato.

La figura de los negros esclavos está indisolublemente unida a la alimentación virreinal porque eran ellos quienes hacían la venta ambulante de productos caseros (pastelitos, empanadas, dulces, pescado frito, aceitunas, etc.); en efecto, las buenas costumbres de la época prohibían hacerlo a las mujeres “decentes” que los fabricaban. Sin embargo, poco sabemos de la cocina de estos esclavos, excepto que no comían lo mismo que sus amos: apenas han quedado unas pocas recetas como el quebebe, a base de zapallo y tasajo (carne seca).

Una sociedad que imponía derechos diferentes para los géneros naturalmente fomentó el consumo de alimentos diferentes para hombres y mujeres incluso el mismo producto podía tener usos diferenciales. Por ejemplo, como las mujeres eran consideradas “menores de edad” (aunque fueran adultas), el consumo de dulces se consideraba en ellas normal y adecuado, mientras que era cuestionado en los varones de la misma edad: la costumbre dictaba que debían imponerse a la tentación, que se veía como debilidad, flaqueza. Las damas debían abstenerse de consumir carne bovina si estaban de duelo y también durante el período menstrual porque este alimento se consideraba masculino. Se permitía el consumo de vino en las mujeres por su “uso medicinal”, que se distinguía del uso social (en los varones).

Los tiempos de la Organización Nacional

Si bien las ideas revolucionarias que llevaron a la independencia en 1816 soñaron una cocina criolla como fusión de platos españoles e indígenas, no reconocieron que tal cocina ya existía, pero en relación a los productos y no a los platos, como decíamos antes. Lo cierto es que la cocina de los pueblos originarios era difícil de reproducir en el ambiente urbano y la norma culinaria, pese a las buenas intenciones, siguió siendo la anterior: “productos americanos-platos europeos”. Sin embargo, al levantarse las prohibiciones monopólicas, se diversificó la producción agroalimentria y el comercio entre regiones, por lo tanto los ingredientes se diversificaron: a la ciudad de Buenos Aires comenzaron a llegar alimentos de Brasil, pero también de las incipientes industrias locales de las provincias.

A partir de la emancipación, las transformaciones de la economía están directamente relacionadas con el incremento de la demanda de materias primas de los países europeos, que se consolidaban como centros industriales. Se produce una división internacional del trabajo según la cual las pampas quedan como productoras primarias y receptoras de inversiones de capital y población. Es la época en que el país es fundamentalmente agrícola y ganadero.
José Antonio Wilde, intelectual de la época, describe en su obra de 1908 Buenos Aires setenta años atrás, tres comidas fuertes por día (de no menos de tres platos cada una) y tres colaciones.

La carne continúa dominando la cultura alimentaria del Río de la Plata, pero verduras y lácteos, antes limitados, se han diversificado. No es de extrañar que Sarmiento en 1880 diga que en su tiempo “todos eran gordos o culonas”, donde “todos” quiere decir “los habitantes de la ciudad de Buenos Aires”. En la campaña, José Hernández relata en el Martín Fierro las penurias alimenticias –y de las otras– que padecían los gauchos.

Ahora bien, a partir de 1880 se promovió una inmigración mediterránea masiva, tanto para poblar "el desierto" como para modificar la composición de la población criolla tradicional. Sin embargo, fueron las ciudades y sobre todo Buenos Aires, las que recibieron la mayor parte del flujo inmigratorio español, italiano y centroeuropeo. Los recién llegados, de extracción social por demás modesta, tuvieron una importante movilidad social ascendente, lo que logró que en menos de una generación surgiera en Buenos Aires un estrato de ingresos medios que llegó a ser el 41% de la población.

Este es el período en que la Argentina se define como “granero del mundo”.
La pampa se agriculturiza, el ganado se mejora con la introducción de razas inglesas, la industria frigorífica y alimentaria se asienta en los alrededores de Buenos Aires, cuyo puerto recién construido es la cabecera de una red de transporte radial que lleva materias primas y distribuye hacia el interior productos manufacturados que llegan de ultramar. El pan se difunde y universaliza a causa del trigo barato.
Los inmigrantes contribuyen a diversificar la oferta alimentaria: los vascos desarrollan la lechería como industria, tomando a su cargo toda la cadena: unos producen y otros comercializan.

Los españoles se especializan en productos de panificación y reintroducen –gracias al trigo barato– diversas formas de “bollería” de la península que ahora se llamarán “facturas”.
Las diversas comunidades de la península itálica, asentadas en los alrededores de la ciudad avanzan con la producción y comercialización de verdura de quinta. Por otro lado, los alemanes se especializan en “facturas de cerdo”, chacinados y fiambres junto a la industria cervecera y los ingleses se concentran en la producción y comercialización de carnes y lanas.

Es una época en que los alimentos abundan y son baratos, lo que da oportunidad a la aparición de cocinas diferenciadas según la clase social. En un extremo están los banquetes, en el otro, la comida de olla y entre ellos, una creciente clase media que fusiona tradiciones regionales y mediterráneas, así como se agrupa por procedencia en lo que se llamaba “cocina de colectividades”.
En ese entonces, se comía en Buenos Aires un promedio de 113 kg de carne bovina por persona por año (Silveira, 2005). El precio era bajo y esa facilidad de acceso explica el nivel de consumo tanto como la construcción de representaciones culturales de aquello que se convierte en el plato marcador de la cocina porteña: el asado. Este plato surge de una clase alta, criolla, opulenta, terrateniente, que copia la cocina y los estilos de vida franceses en la vida pública, pero mientras mantiene la comida criolla en el hogar.
Esta clase convierte el asado en plato nacional, reivindicando las figuras del gaucho (al que años atrás habían tildado de “vago” y “mal entretenido”), de la tierra y de la abundancia infinitas.

El asado es tan poco adecuado para la ciudad que muestra el anhelo de los porteños de la época por apropiárselo. No es que en el período anterior no se comiera sino que –según las evidencias de los pozos de basura excavados– en la ciudad predominaba la carne horneada o guisada y de animal chico (Silveira, 2005), porque el asado es una comida rural transplantada a la ciudad, cuyo aprecio aumenta a medida que los inmigrantes bajan de los barcos. En efecto, cuando comienza la oleada inmigratoria, el puchero (una mezcla “abundante y burguesa” de carne, legumbres y verdura) era el plato cotidiano, debido a su mínimo costo. Sin embargo, 8 años más tarde (hacia fines de la década de 1880), el preferido era el asado, de carne vacuna y cuarto trasero (Daireaux, 1888). Un poco más atrás le siguen las empanadas y la carbonada (todos platos a base de carne).

La carne barata conspiraba para que los porteños adoptaran otras pautas culinarias y alimenticias que las que habían conocido siempre. Los inmigrantes, por su parte, acostumbrados a lo que hoy llamaríamos “dieta mediterránea” (que ellos consideraban dieta de la escasez) la abandonaron a favor del régimen carnívoro de la sociedad receptora. Son estos inmigrantes los que “inventan” el asado como se conoce hoy día: en parrilla horizontal (Schavelzon, 1999) europea, a diferencia del asado gaucho tradicional, que era vertical, a la cruz.
El asado dramatiza, aún hoy, la división sexual del trabajo culinario. Como la cocina es un ámbito exclusivamente femenino, cuando el hombre cocina asado lo hace fuera de ella: en la parrilla, altar masculino por excelencia donde la mujer no cuadra. Era predecible que una sociedad con fuerte herencia patriarcal no dejaría el plato marcador, que maneja la carne, el cuchillo y el fuego en el ámbito femenino (Aguirre, 1997).

Nuevamente, una sociedad estratificada no come ni vive del mismo modo: la clase alta se acriolla con el asado y se afrancesa con recetas de moda. En el otro extremo, los inmigrantes y criollos pobres se hacinan en los conventillos y su comida es una adaptación de recetas españolas o italianas a partir de la carne barata argentina.

De esta fusión de tradiciones y productos nace lo que hoy conocemos como “cocina porteña”.

Los tiempos de la industria como eje del desarrollo

Una de las principales consecuencias de la crisis capitalista mundial de 1930 fue la modificación del comercio internacional, que en la Argentina implicó abandonar el modelo agroexportador y comenzar un proceso de desarrollo basado en la industrialización sustitutiva de importaciones, que habría de perdurar casi 45 años.
Este modelo tuvo dos etapas –la etapa peronista 1945-1955 y la desarrollista 1956-1976–; durante ambos períodos las actividades industriales crecen en Buenos Aires y generan una notable migración interna (rural-urbana) con pleno empleo. Se trata de un empleo que es a la vez formal, estable y asalariado, y que genera expansión de la educación formal, movilidad ascendente y amplio desarrollo de los estratos de ingresos medios de la sociedad.

La inclusión social, que en la etapa anterior había logrado la educación universal, en esta etapa estará representada por la categoría de “trabajadores”. La referencia al trabajo será un punto clave de la socialización, de la participación en la vida ciudadana (sindical y política) y de la movilidad ascendente (vía ingresos).

Por primera vez captamos en la cocina hogareña los efectos de un modelo de acumulación económica. Una Encuesta de Gasto e Ingresos de los Hogares para el Área Metropolitana realizada por el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE) en 1965 evidencia la asociación entre los alimentos con bajo valor agregado y los ingresos: cuanto más pobre son los hogares, mayor cantidad de alimentos frescos, menos industrializados y preprocesados. Las mujeres sustituyen con su trabajo productos que en otros hogares más acomodados se compran.
Sin embargo, cuando les falta tiempo o hay dinero disponible compran masas hechas, salchichas, mayonesa y otros productos industrializados, no solo porque esos alimentos-servicio les ahorran trabajo sino porque están rodeados de un hálito de “modernidad”. En efecto, de esta época es la inclusión de electrodomésticos en la cocina hogareña (cocinas a gas, refrigeradores, ollas a presión, licuadoras, etc.) y la diversificación de la oferta de alimentos industrializados (que vino de la mano del desarrollo de la industria), lo que impuso una base homogénea de productos de consumo indiferenciado y masivo (verduras, legumbres y frutas enlatadas, caldos deshidratados, lácteos industrializados, etc.). En ese sentido, caracteriza la gastronomía de la época la comida hogareña, realizada por la madre con los nuevos electrodomésticos.

El asado a la parrilla, propio de los varones, se transforma en el materno y moderno “asado al horno con papas”, elaborado en los nuevos hornos de gas.

Un dato importante de la Encuesta de Gasto e Ingresos de los Hogares es que al hacer un análisis por ingresos no encontramos consumos exclusivos; es decir: los mismos productos se encuentran representados en todos los sectores, aunque en cantidades y calidades diferentes (los ricos comen más que los pobres y estos consumen carne del cuarto delantero mientras los más acomodados consumen la del cuarto trasero, más tierno y más caro). Esto significa que para 1965 existía un patrón alimentario único que cortaba transversalmente la estructura de ingresos (no sabemos si era un fenómeno reciente o de décadas anteriores porque solo tenemos esa suerte de instantánea que una encuesta suele representar).
Ya sea porque los alimentos eran baratos o porque los ingresos eran suficientes, todos los habitantes de Buenos Aires accedían a una canasta de consumo similar. La existencia de un patrón unificado señala una sociedad más igualitaria que la que conocemos actualmente, sin grandes diferencias en el acceso a los alimentos, a las tecnologías de procesamiento o al saber. Al analizar los índices macroeconómicos comprendemos hasta qué punto la sociedad era más igualitaria: los niveles de pobreza eran cercanos al 5%, la diferencia de ingresos era de 7 veces entre las dos puntas de la escala y la desocupación, inferior al 5%. Este patrón único no habla solo de la comida (su cantidad, acceso o adecuación) sino que habla de la sociedad de los comensales (Aguirre, 2001): dado que en la comida se manifiestan relaciones sociales, la existencia de un patrón unificado muestra las características de la sociedad que lo posee.

En la “sociedad salarial” de los ‘60, el trabajo era el eje de las relaciones entre las personas y, por lo tanto, era constitutivo de la identidad. Existía un Estado “benefactor”, el gasto público social tenía una fuerte presencia en la organización de la vida cotidiana, y existía la posibilidad concreta de progreso material y movilidad ascendente. Era una sociedad donde cada quién conocía su lugar en la estructura social y las normas que regían para la movilidad vertical, que se realizaba a partir de un piso donde la escasez alimentaria no era el problema.

Visto desde otro ángulo, la existencia de cierta uniformidad en los productos que se escogían para organizar la comida puede verse como una fuerte homogeneización de la cocina (entre hogares de migrantes internos de diversas regiones, migrantes externos de la posguerra, porteños tradicionales, obreros, burgueses, nuevos y viejos ricos, etc.). En este sentido, la diferenciación entre estratos no pasaba por los consumos alimentarios sino por otros consumos (vivienda, indumentaria, educación, etc.). Probablemente, la unificación alimentaria era tanto consecuencia de la facilidad de acceso como de la compleja red de representaciones de un país que se pensaba a sí mismo como progresista e incluyente.

La biblia de la cocina porteña de la época, el Libro de Doña Petrona C. de Gandulfo, contribuye a visualizar esta representación de una Argentina única, ya que compilaba recetas de todo el país y adaptaba al gusto de la época (es decir con dos o tres veces más carne que en la versión original) recetas europeas y latinoamericanas.

Los tiempos de la apertura

A partir de 1976 el modelo de acumulación económica pasará por la apertura al mundo, el retroceso del Estado y la valorización del mercado como el mejor redistribuidor. Este nuevo modelo de acumulación dejará sus huellas –al igual que los anteriores– en la alimentación.
Las mismas encuestas de gastos e ingresos de los hogares que realizaba el INDEC
muestran cómo el patrón unificado de diez años atrás se quiebra: al polarizarse la sociedad (menos ricos más ricos y muchos pobres más pobres debido a una distribución del ingreso regresiva) aparece la “comida de pobres” y la “comida de ricos” (como a principio del siglo XX). Volvemos a la alta cocina y gastronomía de los exquisitos, que convive con la “comida de olla” –pan, papas, fideos y poco del resto–, que sostiene la cocina de la pobreza.

En una sociedad urbana, donde los alimentos se compran, la pérdida del empleo y la caída de los ingresos hacen que el consumo de los sectores de bajos recursos se vea limitado a los alimentos más rendidores: baratos (fideos, pan y papas, fuentes de hidratos de carbono), saciadores (grasa) y gustosos (azúcar).
Así, variables sociales tales como el empleo, el ingreso y la asistencia social, condicionan lo que se puede o no se puede comer. Aunque estadísticamente haya alimentos suficientes en el país esto no quiere decir que sean accesibles a todos los sectores. Los dos tipos de cocinas aparecen dependientes de la capacidad de compra (que es la relación entre los precios de los alimentos y los ingresos). Sin embargo, una vez establecido un patrón de consumo dependiente de la capacidad de compra, cada sector construye un “gusto” por lo que puede comer, justificándolo e identificándose con su comida habitual. En muchos casos, este proceso inhibe la reivindicación por la alimentación adecuada que tuvieron en el pasado.

Por otro lado, la industria agroalimentaria y los medios de comunicación profundizan estas cocinas diferenciales con productos también diferenciados: por calidad, por cantidad y por precio. De manera que en la actualidad no solo tenemos dos cocinas sino también dos mercados, las segundas marcas, las marcas del distribuidor, o el llamado “mercado de los pobres” son ejemplos de esta economía diferenciada que ofrece a cada sector los alimentos que se consideran propios para cada uno.Concluimos señalando entonces la dinámica de la alimentación rioplatense, como ejemplo del modo en que se configuran las culturas alimentarias.

Por medio de este sucinto relato pudimos ver cómo en el Río de la Plata, modificaciones ecológicas (ganado doméstico), sociales (bandas, aldeas, Estados preindustriales e industrializados) y económicas (distintos modelos de acumulación: colonial, agroexportador, industrialista y aperturista) ha dado origen a cocinas diversificadas (de pobres y de ricos en los casos de los modelos colonial, agroexportador y aperturista) y unificadas (en los casos de los pueblos originarios y en el modelo industrialista).

Bibliografía

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