1 may 2010

Los tiempos de la industria como eje del desarrollo

Una de las principales consecuencias de la crisis capitalista mundial de 1930 fue la modificación del comercio internacional, que en la Argentina implicó abandonar el modelo agroexportador y comenzar un proceso de desarrollo basado en la industrialización sustitutiva de importaciones, que habría de perdurar casi 45 años.
Este modelo tuvo dos etapas –la etapa peronista 1945-1955 y la desarrollista 1956-1976–; durante ambos períodos las actividades industriales crecen en Buenos Aires y generan una notable migración interna (rural-urbana) con pleno empleo. Se trata de un empleo que es a la vez formal, estable y asalariado, y que genera expansión de la educación formal, movilidad ascendente y amplio desarrollo de los estratos de ingresos medios de la sociedad.

La inclusión social, que en la etapa anterior había logrado la educación universal, en esta etapa estará representada por la categoría de “trabajadores”. La referencia al trabajo será un punto clave de la socialización, de la participación en la vida ciudadana (sindical y política) y de la movilidad ascendente (vía ingresos).

Por primera vez captamos en la cocina hogareña los efectos de un modelo de acumulación económica. Una Encuesta de Gasto e Ingresos de los Hogares para el Área Metropolitana realizada por el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE) en 1965 evidencia la asociación entre los alimentos con bajo valor agregado y los ingresos: cuanto más pobre son los hogares, mayor cantidad de alimentos frescos, menos industrializados y preprocesados. Las mujeres sustituyen con su trabajo productos que en otros hogares más acomodados se compran.
Sin embargo, cuando les falta tiempo o hay dinero disponible compran masas hechas, salchichas, mayonesa y otros productos industrializados, no solo porque esos alimentos-servicio les ahorran trabajo sino porque están rodeados de un hálito de “modernidad”. En efecto, de esta época es la inclusión de electrodomésticos en la cocina hogareña (cocinas a gas, refrigeradores, ollas a presión, licuadoras, etc.) y la diversificación de la oferta de alimentos industrializados (que vino de la mano del desarrollo de la industria), lo que impuso una base homogénea de productos de consumo indiferenciado y masivo (verduras, legumbres y frutas enlatadas, caldos deshidratados, lácteos industrializados, etc.). En ese sentido, caracteriza la gastronomía de la época la comida hogareña, realizada por la madre con los nuevos electrodomésticos.

El asado a la parrilla, propio de los varones, se transforma en el materno y moderno “asado al horno con papas”, elaborado en los nuevos hornos de gas.

Un dato importante de la Encuesta de Gasto e Ingresos de los Hogares es que al hacer un análisis por ingresos no encontramos consumos exclusivos; es decir: los mismos productos se encuentran representados en todos los sectores, aunque en cantidades y calidades diferentes (los ricos comen más que los pobres y estos consumen carne del cuarto delantero mientras los más acomodados consumen la del cuarto trasero, más tierno y más caro). Esto significa que para 1965 existía un patrón alimentario único que cortaba transversalmente la estructura de ingresos (no sabemos si era un fenómeno reciente o de décadas anteriores porque solo tenemos esa suerte de instantánea que una encuesta suele representar).
Ya sea porque los alimentos eran baratos o porque los ingresos eran suficientes, todos los habitantes de Buenos Aires accedían a una canasta de consumo similar. La existencia de un patrón unificado señala una sociedad más igualitaria que la que conocemos actualmente, sin grandes diferencias en el acceso a los alimentos, a las tecnologías de procesamiento o al saber. Al analizar los índices macroeconómicos comprendemos hasta qué punto la sociedad era más igualitaria: los niveles de pobreza eran cercanos al 5%, la diferencia de ingresos era de 7 veces entre las dos puntas de la escala y la desocupación, inferior al 5%. Este patrón único no habla solo de la comida (su cantidad, acceso o adecuación) sino que habla de la sociedad de los comensales (Aguirre, 2001): dado que en la comida se manifiestan relaciones sociales, la existencia de un patrón unificado muestra las características de la sociedad que lo posee.

En la “sociedad salarial” de los ‘60, el trabajo era el eje de las relaciones entre las personas y, por lo tanto, era constitutivo de la identidad. Existía un Estado “benefactor”, el gasto público social tenía una fuerte presencia en la organización de la vida cotidiana, y existía la posibilidad concreta de progreso material y movilidad ascendente. Era una sociedad donde cada quién conocía su lugar en la estructura social y las normas que regían para la movilidad vertical, que se realizaba a partir de un piso donde la escasez alimentaria no era el problema.

Visto desde otro ángulo, la existencia de cierta uniformidad en los productos que se escogían para organizar la comida puede verse como una fuerte homogeneización de la cocina (entre hogares de migrantes internos de diversas regiones, migrantes externos de la posguerra, porteños tradicionales, obreros, burgueses, nuevos y viejos ricos, etc.). En este sentido, la diferenciación entre estratos no pasaba por los consumos alimentarios sino por otros consumos (vivienda, indumentaria, educación, etc.). Probablemente, la unificación alimentaria era tanto consecuencia de la facilidad de acceso como de la compleja red de representaciones de un país que se pensaba a sí mismo como progresista e incluyente.

La biblia de la cocina porteña de la época, el Libro de Doña Petrona C. de Gandulfo, contribuye a visualizar esta representación de una Argentina única, ya que compilaba recetas de todo el país y adaptaba al gusto de la época (es decir con dos o tres veces más carne que en la versión original) recetas europeas y latinoamericanas.

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