1 may 2010

La cultura alimentaria

Dado que el acto alimentario es un acto social, para comprender por qué se come lo que se come, debemos situarlo en el contexto donde se dan las normas y sentidos de una sociedad, porque eso es lo que hace de algunos materiales comestibles, platos de comida.

En esa transformación de la materia en plato se juegan las relaciones sociales que ligan el producto al comensal y que son decisivas a la hora de elegir si ese alimento se come o no.
Como ya explicamos, algunas sociedades encuentran deliciosos alimentos que otras aborrecen. Si los hindúes no comen carne de vaca, los judíos de cerdo o los argentinos, de perro, podemos estar seguros de que en la definición de lo que es comida interviene algo más que la composición química del producto y la fisiología de la digestión.
Ese “algo más” es la cultura alimentaria,
y para que haya cultura tiene que haber un grupo humano en el que el comensal esté integrado. Se trata de un grupo que lo antecede y que le enseña a comer, le transmite las normas acerca de cómo, con quién y, por supuesto, qué sustancias del amplio abanico de las comestibles serán llamadas comida y cuáles no. En efecto, la comida como tal no existe separada del comensal y de la sociedad concreta que la come. Para que sea alimentación verdaderamente humana, para que podamos llamarla “comida”, necesita estar en el juego de los intercambios sociales (materiales y simbólicos).

Veamos algunos ejemplos que muestran en qué un alimento es comida para algunas sociedades y no para otras.
Las larvas de insectos son comestibles, fuente de proteínas y ácidos grasos. Para algunos pueblos de zonas selváticas de América son “comida” y constituyen una parte normal de su régimen. Sin embargo, para otra gente de centros urbanos de la misma América se trata de “bichos repugnantes” que deben estar lo más lejos posible de sus platos.
Los intestinos de los vacunos son comestibles, y mientras los porteños los consideran
“comida” y se relamen ante ellos crepitando sobre el fuego, algunos asiáticos los consideran despojos, solo adecuados para servir de alimento a otros animales.
La carne vacuna es comestible, y se consume en muchos países del mundo, pero el pueblo indio actual no la considera comida, ya que está prohibida por su religión. Sin embargo, hace 3000 años, cuando la densidad demográfica hacía sustentable una economía mixta de agricultura y pastoreo, ese mismo pueblo consumía carne vacuna, y sus dioses la aceptaban en sus sacrificios, tal como lo muestran sus libros sagrados.
La sangre fluida de vaca es “comida” para los watusi, en África, lo que les parece horroroso a los españoles. Sin embargo, los mismos españoles la pueden considerar un manjar al comerla coagulada en forma de morcillas.
El pescado crudo les parecía a los porteños una asquerosidad; sin embargo, al ponerse de moda el sushi y el ceviche, lo consumen como un manjar exótico, y a precios muy altos.

En síntesis, lo que hace que los alimentos se integren o no al régimen de un grupo humano no depende exclusivamente de las características biológicas (que le dan su carácter de “comestible”) sino de las asociaciones culturales, es decir, la construcción de sentido que se ha hecho sobre ellas. Esas construcciones de sentido son dependientes de las dimensiones socioculturales que mencionábamos en el primer apartado: una serie de relaciones económicas, tecnológicas, ecológicas, simbólicas, etcétera.
Cuando un producto comestible se transforma en comida (por ejemplo, el trigo candeal en fideos) ha sido integrado al sistema categorial de la cultura, lo que lo ubica en un determinado formato de consumo.

Estos formatos que la cultura impone a los comestibles constituyen lo que conocemos como cocina y se define por cuatro elementos (Armesto, 2001).
1. Un número de alimentos seleccionados entre los comestibles que ofrece el medio (los criterios de selección están relacionados por lo general con las cantidades que se pueden producir en función de la energía que hace falta para obtenerlas y la facilidad del acceso).
2. El modo característico de preparar esos alimentos (la manera de cortarlos, asarlos, cocerlos, guisarlos, freírlos, ahumarlos, golpearlos, mezclarlos, etc., lo que se llama fondo de cocción).
3. Las formas propias de utilizar las especias y sus combinaciones (llamado fondo de especias).
4. La adopción de un conjunto de reglas de comensalidad. Por ejemplo: la manera de compartir la comida según una organización y jerarquía de edades y géneros –si los niños y mujeres comen en la mesa con los varones adultos por ejemplo–; la separación de platos de consumo diario y de prestigio; las reglas acerca de la cantidad y el número de comidas diarias; sus horarios; la cantidad y formato de los platos de cada una y si estos se presentan de manera sucesiva, como en nuestro servicio de mesa, o simultánea, como es usual en China o en Arabia.

Para todos nosotros esta “gramática” culinaria, que gobierna la articulación de los alimentos en platos de comida está tan internalizada y nos resulta tan común que no la tomamos en cuenta. Estas categorías están presentes en forma tan silenciosa que consideramos el comer como un hecho “natural”, lo que oscurece su carácter “social”. Esta oscuridad de los fenómenos sociales se produce porque pertenecemos y compartimos los sistemas de clasificación, las normas, los sentidos, la historia, etc. que le dan forma al mundo en que vivimos (eso que llamamos “nuestra realidad”). Esa pertenencia nos da la impresión de que tales normas y valores fueran inherentes al funcionamiento de las cosas. Por eso tendemos a aceptarlas, a repetirlas y a transmitirlas sin críticas ni cambios.
Dado que la identidad alimentaria nos constituye en forma silenciosa y se cristaliza en la cocina, es parte de nuestra identidad.

Cuando podemos decodificar los múltiples sentidos de un evento alimentario y compartir esos sistemas de clasificación (aquellos que hacen un alimento más adecuado para una situación que otra, o un alimento más propio de hombres que de mujeres, o más propio de clases bajas que altas, etc.) entonces, “pertenecemos” a esa cultura alimentaria. Esa pertenencia nos identifica y nos implica desde el nivel nacional hasta el familiar.

Del mismo modo, así como una identidad alimentaria marca mi pertenencia a un grupo, también me separa de todos los que no comen lo mismo o no lo comen de la misma manera y, por lo tanto, no piensan ni ven el mundo como “nosotros”. Se trata de “los otros”, ellos, los de afuera. Por eso se habla de la comida como un campo de batalla ideológico y un potente creador de diferenciación (Bourdieu, 1985).

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