Si bien las ideas revolucionarias que llevaron a la independencia en 1816 soñaron una cocina criolla como fusión de platos españoles e indígenas, no reconocieron que tal cocina ya existía, pero en relación a los productos y no a los platos, como decíamos antes. Lo cierto es que la cocina de los pueblos originarios era difícil de reproducir en el ambiente urbano y la norma culinaria, pese a las buenas intenciones, siguió siendo la anterior: “productos americanos-platos europeos”. Sin embargo, al levantarse las prohibiciones monopólicas, se diversificó la producción agroalimentria y el comercio entre regiones, por lo tanto los ingredientes se diversificaron: a la ciudad de Buenos Aires comenzaron a llegar alimentos de Brasil, pero también de las incipientes industrias locales de las provincias.
A partir de la emancipación, las transformaciones de la economía están directamente relacionadas con el incremento de la demanda de materias primas de los países europeos, que se consolidaban como centros industriales. Se produce una división internacional del trabajo según la cual las pampas quedan como productoras primarias y receptoras de inversiones de capital y población. Es la época en que el país es fundamentalmente agrícola y ganadero.
José Antonio Wilde, intelectual de la época, describe en su obra de 1908 Buenos Aires setenta años atrás, tres comidas fuertes por día (de no menos de tres platos cada una) y tres colaciones.
La carne continúa dominando la cultura alimentaria del Río de la Plata, pero verduras y lácteos, antes limitados, se han diversificado. No es de extrañar que Sarmiento en 1880 diga que en su tiempo “todos eran gordos o culonas”, donde “todos” quiere decir “los habitantes de la ciudad de Buenos Aires”. En la campaña, José Hernández relata en el Martín Fierro las penurias alimenticias –y de las otras– que padecían los gauchos.
Ahora bien, a partir de 1880 se promovió una inmigración mediterránea masiva, tanto para poblar "el desierto" como para modificar la composición de la población criolla tradicional. Sin embargo, fueron las ciudades y sobre todo Buenos Aires, las que recibieron la mayor parte del flujo inmigratorio español, italiano y centroeuropeo. Los recién llegados, de extracción social por demás modesta, tuvieron una importante movilidad social ascendente, lo que logró que en menos de una generación surgiera en Buenos Aires un estrato de ingresos medios que llegó a ser el 41% de la población.
Este es el período en que la Argentina se define como “granero del mundo”.
La pampa se agriculturiza, el ganado se mejora con la introducción de razas inglesas, la industria frigorífica y alimentaria se asienta en los alrededores de Buenos Aires, cuyo puerto recién construido es la cabecera de una red de transporte radial que lleva materias primas y distribuye hacia el interior productos manufacturados que llegan de ultramar. El pan se difunde y universaliza a causa del trigo barato.
Los inmigrantes contribuyen a diversificar la oferta alimentaria: los vascos desarrollan la lechería como industria, tomando a su cargo toda la cadena: unos producen y otros comercializan.
Los españoles se especializan en productos de panificación y reintroducen –gracias al trigo barato– diversas formas de “bollería” de la península que ahora se llamarán “facturas”.
Las diversas comunidades de la península itálica, asentadas en los alrededores de la ciudad avanzan con la producción y comercialización de verdura de quinta. Por otro lado, los alemanes se especializan en “facturas de cerdo”, chacinados y fiambres junto a la industria cervecera y los ingleses se concentran en la producción y comercialización de carnes y lanas.
Es una época en que los alimentos abundan y son baratos, lo que da oportunidad a la aparición de cocinas diferenciadas según la clase social. En un extremo están los banquetes, en el otro, la comida de olla y entre ellos, una creciente clase media que fusiona tradiciones regionales y mediterráneas, así como se agrupa por procedencia en lo que se llamaba “cocina de colectividades”.
En ese entonces, se comía en Buenos Aires un promedio de 113 kg de carne bovina por persona por año (Silveira, 2005). El precio era bajo y esa facilidad de acceso explica el nivel de consumo tanto como la construcción de representaciones culturales de aquello que se convierte en el plato marcador de la cocina porteña: el asado. Este plato surge de una clase alta, criolla, opulenta, terrateniente, que copia la cocina y los estilos de vida franceses en la vida pública, pero mientras mantiene la comida criolla en el hogar.
Esta clase convierte el asado en plato nacional, reivindicando las figuras del gaucho (al que años atrás habían tildado de “vago” y “mal entretenido”), de la tierra y de la abundancia infinitas.
El asado es tan poco adecuado para la ciudad que muestra el anhelo de los porteños de la época por apropiárselo. No es que en el período anterior no se comiera sino que –según las evidencias de los pozos de basura excavados– en la ciudad predominaba la carne horneada o guisada y de animal chico (Silveira, 2005), porque el asado es una comida rural transplantada a la ciudad, cuyo aprecio aumenta a medida que los inmigrantes bajan de los barcos. En efecto, cuando comienza la oleada inmigratoria, el puchero (una mezcla “abundante y burguesa” de carne, legumbres y verdura) era el plato cotidiano, debido a su mínimo costo. Sin embargo, 8 años más tarde (hacia fines de la década de 1880), el preferido era el asado, de carne vacuna y cuarto trasero (Daireaux, 1888). Un poco más atrás le siguen las empanadas y la carbonada (todos platos a base de carne).
La carne barata conspiraba para que los porteños adoptaran otras pautas culinarias y alimenticias que las que habían conocido siempre. Los inmigrantes, por su parte, acostumbrados a lo que hoy llamaríamos “dieta mediterránea” (que ellos consideraban dieta de la escasez) la abandonaron a favor del régimen carnívoro de la sociedad receptora. Son estos inmigrantes los que “inventan” el asado como se conoce hoy día: en parrilla horizontal (Schavelzon, 1999) europea, a diferencia del asado gaucho tradicional, que era vertical, a la cruz.
El asado dramatiza, aún hoy, la división sexual del trabajo culinario. Como la cocina es un ámbito exclusivamente femenino, cuando el hombre cocina asado lo hace fuera de ella: en la parrilla, altar masculino por excelencia donde la mujer no cuadra. Era predecible que una sociedad con fuerte herencia patriarcal no dejaría el plato marcador, que maneja la carne, el cuchillo y el fuego en el ámbito femenino (Aguirre, 1997).
Nuevamente, una sociedad estratificada no come ni vive del mismo modo: la clase alta se acriolla con el asado y se afrancesa con recetas de moda. En el otro extremo, los inmigrantes y criollos pobres se hacinan en los conventillos y su comida es una adaptación de recetas españolas o italianas a partir de la carne barata argentina.
De esta fusión de tradiciones y productos nace lo que hoy conocemos como “cocina porteña”.
1 may 2010
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