1 may 2010

Los tiempos de la dominación española

En 1580, Juan de Garay trajo 1000 caballos y 500 vacas; sin embargo, al año siguiente –entre propios y encontrados– contaba entre 80.000 y 100.000 cabezas. Efectivamente, los ricos pastizales favorecieron que el ganado se reprodujera exponencialmente, sin predadores naturales. La modificación del hábitat fue gigantesca.

Esta riqueza faunística atrajo a la llanura a otros grupos que a partir del siglo XVII fueron nombrados como pampas; sin embargo, eran tehuelches llegados desde el sur y mapuches, que arribaron desde el oeste. Todos estos grupos adoptaron el complejo ecuestre, modificando sus armas (la lanza arrojadiza se transformó en una tacuara de 2 metros, que resultó imbatible en la carga de caballería), una nueva organización política y social (se reunieron en federaciones y esclavizaron a los cautivos y cautivas). Naturalmente, al modificarse la organización social, la política y la tecnología, también se modificó la alimentación.

Así, la dieta extremadamente diversa de los cazadores-recolectores de los primeros tiempos se especializó y se compuso a partir de entonces principalmente de carne. Esto se debió a que los vacunos y caballos que estaban libres en las pampas eran, aunque silvestres (ganado cimarrón), animales domésticos relativamente mansos, por lo que resultaba sencillo cazarlos.

Por otro lado, eran de carne muy rendidora en términos de búsqueda, manejo y aporte graso, y suplantaron así la carne de guanaco y de ñandú, magros como todo animal salvaje.
Como vemos, el régimen cambia en respuesta tanto a las transformaciones del hábitat como a la tecnología (no solo las armas, también las vasijas y envases cambiaron: a medida que el caballo se constituyó en el medio de transporte y se abandonó el traslado a pie, resultaron más funcionales los recipientes de cuero que la cerámica). Del mismo modo, también el cambio en la organización social producirá modificaciones en la dieta, porque la alimentación es producto de y produce a su vez relaciones sociales.
La ciudad de Buenos Aires también se benefició de este ganado cimarrón y complementó así su magra economía (y floreciente contrabando) con las vaquerías: partidas de caza de vacunos con el objetivo de exportar su cuero y procesar su carne (esta, convertida en “cecina” –es decir fileteada y salada– se vendía a Cuba para la alimentación de los esclavos).

Durante la época de la colonia, la alimentación en Buenos Aires se caracterizó por su sencillez: se consumían productos locales apenas complementados por el intercambio entre ciudades (el vino mendocino llega a partir de 1589, por ejemplo). Recién después de la creación del Virreinato, el Reglamento de Comercio Libre permitió cierta diversificación de productos.

A partir del siglo XVIII terminaron las vaquerías, el ganado pasó a tener un dueño y se procesó en las estancias, lo que enriqueció a “los vecinos”, la clase principal de la ciudad.
Esta clase estaba formada por propietarios, estancieros, grandes comerciantes y empresarios, funcionarios, profesionales, administradores y prelados. Junto a ellos, un estrato que hoy llamaríamos “clase media” era el proveedor de servicios: pequeños comerciantes y empleados (escribientes, auxiliares de justicia, maestros) artesanos, panaderos. Había también un tercer estrato, que hoy llamaríamos “sectores populares”, formado por peones, vendedores ambulantes, libertos (esclavos liberados) y finalmente, los esclavos.

Como en toda sociedad estratificada, no todos tenían los mismos derechos, no vivían igual y no comían igual. Sin embargo, había alimentos que formaban parte de todas las dietas, pero que se consumían en diferente cantidad según el estrato social. Eran el maíz, el zapallo, la papa, las legumbres, el mate y la carne bovina.
El pan, por ejemplo, era un alimento marcador de diferencias: cuanto más negro, más pobre era el comensal… Y en la campaña, era directamente suplantado por galleta. El vino también marcaba diferencias: era una bebida de prestigio, de costo muy alto; los pobres consumían aguardiente, que era barato y se vendía en las pulperías. Entre las infusiones, el chocolate y el café distinguían a los “vecinos”, que eran quienes podían pagarlos, mientras que el mate, muy barato, era consumido por todos.

El consumo de carne cortaba transversalmente los tres estratos sociales, ya que la ventaja ecológica de criar el animal a pasto y agua se traducía en un acceso especialmente económico (combinado con una población escasa, ya que entre la ciudad de Buenos Aires y su campaña había apenas 22.000 habitantes en 1770), lo que explica la cantidad de carne consumida: unos 220 kg por persona al año a pesar de las prohibiciones del calendario cristiano (Silveira, 2005)11. Pese al alto consumo de carne, se mataban más vacunos de los que se necesitaban para satisfacer esta demanda alimentaria, ya que se destinaban a la exportación de cueros. Así, la carne se convirtió en un alimento barato que empezó a consumirse aun más que antes y fue cobrando progresiva importancia, hasta que a partir de 1812 se constituyó en la industria más rentable del puerto.

Por otro lado, Buenos Aires no tuvo la aristocracia excedentaria de las metrópolis europeas o los virreinatos de Lima o México, que permitieron el desarrollo de una “alta cocina”. Aquí no hubo una verdadera cocina diferenciada, como en otras sociedades estratificadas donde la diferencia entre pobres y ricos cristalizó en dos tipos de cocina (cocina de la corte y cocina campesina). Si bien entre los vecinos se sucedían los banquetes (públicos para la coronación o privados para el matrimonio) los platos copiaban recetas españolas con productos americanos, sin fusión ni creación local. La colonización simbólica quería una cocina simple que hoy llamaríamos “mediterránea” (cereales, aceite de oliva, vino y poca carne), pero copiada con productos locales (donde la carne dominaba sobre los cereales y el trigo, casi inexistente, era sustituido por el maíz). Así, por ejemplo, la cocina criolla recrea el “cocido” español en el “puchero”, sustituyendo los porotos por papa y maíz y aumentando el protagonismo de la carne, cuya cantidad crece en el plato.

La figura de los negros esclavos está indisolublemente unida a la alimentación virreinal porque eran ellos quienes hacían la venta ambulante de productos caseros (pastelitos, empanadas, dulces, pescado frito, aceitunas, etc.); en efecto, las buenas costumbres de la época prohibían hacerlo a las mujeres “decentes” que los fabricaban. Sin embargo, poco sabemos de la cocina de estos esclavos, excepto que no comían lo mismo que sus amos: apenas han quedado unas pocas recetas como el quebebe, a base de zapallo y tasajo (carne seca).

Una sociedad que imponía derechos diferentes para los géneros naturalmente fomentó el consumo de alimentos diferentes para hombres y mujeres incluso el mismo producto podía tener usos diferenciales. Por ejemplo, como las mujeres eran consideradas “menores de edad” (aunque fueran adultas), el consumo de dulces se consideraba en ellas normal y adecuado, mientras que era cuestionado en los varones de la misma edad: la costumbre dictaba que debían imponerse a la tentación, que se veía como debilidad, flaqueza. Las damas debían abstenerse de consumir carne bovina si estaban de duelo y también durante el período menstrual porque este alimento se consideraba masculino. Se permitía el consumo de vino en las mujeres por su “uso medicinal”, que se distinguía del uso social (en los varones).

No hay comentarios:

Publicar un comentario